por Esthela Duarte Avila
Una noche de 1977, cuando las personas aún vivías en champas, después de la catástrofe que enlutó a los guatemaltecos, los sanmartinecos trataban de seguir una vida normal, sin embargo no todo era calma. Era una noche de luna llena con sombras que se vuelven siniestras, aullidos de perros rompen el silencio, y de pronto un ruido... ¡son gatos!, comentan los asustados vecinos; quizás buscan comida dice el niño. El cuerpo se eriza, cuesta articular palabras y hay miedo.
De pronto en la calle solitaria que conduce a la pila del Culpatán, en el barrio San Antonio La Joya, un borrachín con pasos inseguros, se dirige a su casa después de haber ingerido aguardiente clandestino. Son las doce de la noche, el aíre sopla frío y misterioso. De pronto el pobre hombre tiembla, sus piernas se ponen pesadas y eso le impide caminar, porque la noche es invadida por horribles gritos que irrumpen en sus oídos! AYYYY AHU AHUUUUUUUU. Ya no puede caminar, empieza a sudar, se detiene y ya no puede ni pensar, pero en lo recóndito de su mente aparece un pensamiento: !ES LA LLORONA!
!Dios lo ayuda!, por fin... puede caminar, aligera el paso y camina hacia la bajada de El Culpatán, por donde es su casa. El llanto de la Llorona se oye más lejos, y convencido que es este ser siniestro el que llora por los hijitos que perdió, camina y camina... y entre sudores, penas y rezos hasta la bolencia desapareció.
Llega a su casa jadeante, su esposa le pregunta que tiene, le da una taza de café amargo y con esto entra en valor para contarle a su compañera la experiencia vivida.
Por la tarde del día siguiente, lo comenta con sus amigos de juerga, quienes aportan lo que saben de LA LLORONA que busca a sus hijitos que perdió; que cuando los gritos lastimeros se oyen cerca, es que esta ya va lejos y cuando se escucha el AHUUUUUU! en la lejanía es que esta cerca.